Aquello que fuimos




Aún no eran las cinco de aquella tarde lluviosa y ya nos hallábamos acomodados contra el cristal aséptico de aquel viaje exprés e inesperado, dos horas y cuarenta y cinco minutos de cómodo relax y ausente presencia en aquel asiento moderno y limpio, junto a un desconocido que me ignora y que ignoro, rumbo a casa….



A ese Sur de mi infancia entre campos de amapolas, jugando junto a los raíles del puente de hierro que colgaban como esqueletos y que una tormenta dejó desnudos cualquier primavera que ya no recuerdo, el “babi blanco” del colegio que nos protegía la ropa remendada en las rodillas de la arena de aquel patio lleno de gritos y carreras por llegar a no se sabe dónde. El paso a nivel del Peñón de los Enamorados donde la abuela dio a luz a seis hijos vivos bajo su pañuelo de guarda-barreras y su delantal azul con una franja carmesí que costeaba de su sueldo, enjuta cada noche en su turno de vigilancia –Los guardas de toda clase anunciarán, tanto de día como de noche, con dos toques prolongados de trompa, la proximidad de un tren o máquina aislada, así que lo tengan a la vista o que oigan el ruido de su marcha, debiendo también vigilar la conservación de las obras del camino de hierro.. – decía aquel Reglamento de 1878 que memorizaba al dedillo sin saber leer, orgullosa de que su trabajo lo debiera al hecho de ser la mujer del Obrero Primero del cantón. La bicicleta del abuelo (cojo por un accidente que tuvo mientras desguarnecía a mano durmientes de madera) que renqueaba cada tarde con sus tres radios partidos por el camino del cementerio cargada con el hatillo de hierba fresca para los conejos, las risas en el mes de junio saltando sobre la lana de los colchones puesta a airear al sol de la tarde mientras esperábamos que el agua del lebrillo se calentara lo suficiente para chapotear en el suelo del patio bajo la parra en flor.



- Abuelo, ¿por qué las vías se juntan allá a lo lejos, se acaban allí?

- No cariño, las vías no se acaban, nunca se acaban, es sólo que lo parece.



- eso es -



"El convoy silencioso se aleja de la estación mientras me adormezco, tras los bancos, a la sombra de la piedra repiquetean los recuerdos - dime tu nombre y camina- ven a mi vera, acude, yergue un monumento al calor de las manos, a las espaldas sudorosas y encorvadas sobre el acero y la grava por donde respiran las heridas de la memoria, por donde estallan las luces del primer recuerdo, legado de realidades ajenas que aglutinan los cimientos de lo que somos, de aquello que fuimos - cruje de añoranza el horizonte de raíles centenarios y traviesas resquebrajadas de musgo - oculta en las horas se escapa la tarde, el sol en lontananza recorta el silente camino."



La higuera junto al pozo, mientras el coche de caballos negro esperaba paciente para llevarnos a todos al vagón economato a comprar el azúcar y el chocolate, el aceite y los garbanzos, el harina y los molletes de Antequera, todos de la mano de mamá que sujetaba con fuerza la libreta, consciente de que luego descontarían en la nómina de papá todos aquellos caprichos que le reclamábamos a gritos. Las siestas en el verano sudando entre sábanas de algodón con el sonido de las chicharras que se mezclaban con el pitido del “correo” de las tres que pasaba por detrás de nuestra casa, las apuestas con los niños a ver quién era capaz de caminar más tiempo sobre las vías sin peder el equilibrio, poniendo “una gorda” sobre los raíles para que el mercante de la tarde la aplastara. Las ranas del río que coleccionábamos extasiados por su croar anárquico y sonoro, las culebrillas de agua que escondíamos en el cesto de las patatas de mamá que gritaba de espanto al encontrarlas. El día de invierno en que nevó y nos vimos empapados, con anginas y fiebre, escondiéndonos de papá detrás de la leñera. Los calcetines blancos y aquellos tacones de mamá que nos calzábamos a hurtadillas los domingos cuando salían para la misa de doce, la alegría de las flores el primer domingo de mayo mientras paseábamos por la calle una Santa Cruz estrafalaria con la esperanza de que algún vecino nos diera unas monedas, creyéndonos tan importantes…



"No hay contradicciones, el rumor sordo del invierno se rompe contra el traqueteo misterioso de la distancia, en espera de alguna luz indicadora, de un banderín de paso, en pos de algún indicio de la fuente de este sonido triste que pugna por crecer entre el barro soñoliento de la tarde, entre las vías muertas que acechan en cada paso del sendero - es difícil encontrar el momento del regreso - cuando desmontan los desvíos y quedamos sepultados sin raíles que nos guíen hacia la ansiada salida.."



Las tardes junto al brasero de picón, mordiendo el pequeño lápiz de “hacer las cuentas” y borrando el folio cuadriculado con miga de pan ennegrecida, las cartulinas de colores dónde pegábamos recortes del “Vía Libre” mientras papá nos recitaba con esmero aquellos versos de los hermanos Quintero que hablaban de la rosa y su jardinero y que tanto nos hacían sonreír. El verano que se retiraba cielo adentro y nos dejaba las tardes frescas de septiembre para pasear por el camino de la estación mientras comíamos las pipas de los girasoles secados al sol de agosto y reíamos con la inocencia de los que nada saben de la vida. El “ferrobús” de los domingos por la tarde, de vuelta de Dos Hermanas donde la familia de mamá nos había colmado de mimos y “chucherías”, la pulcra puntilla de las mangas de la rebeca que la abuela nos hacía poner a regañadientes - porque en el tren hace frío por la tarde -. Mostachones de Utrera oiga, vaya mostachones, proclamaba a voz en grito un propio por encima del tumulto de viajeros de la estación, mientras merendábamos pan con chocolate que acababa invariablemente formando parte del “skay” verde de los asientos para desesperación de todos. La cal blanca de las paredes del patio cuajadas de macetas azules de pelargonios, gitanillas y geranios, los claveles chinos que papá plantaba en bidones de chapa cortados por la mitad y que luego pintaba de amarillo chillón, el olor del jazmín las noches de verano, tumbados junto al borde de la alberca mientras contábamos estrellas, lejos de aquellas historias de miedo del invierno que entonces nos parecían lejanos cuentos de viejas. El Jueves Santo cuando, siendo muy niños, vestíamos con sentimiento aquel hábito de penitentes procesionando en silencio junto al paso del Cristo en un peregrinaje interminable rumbo a la estación, porque allí, y a modo de regalo, paraban ese día el Talgo de Málaga mientras la banda de cornetas tocaba una marcha solemne y el capataz mandaba balancear con esmero el paso del crucificado, y los viajeros, asombrados, en sus ventanas iluminadas contra la noche, asistían en silencio a ese espectáculo inesperado.



- ¿Abuelo es verdad que nací en casa y que mi papá no llegó a tiempo porque venía de trabajar en bicicleta desde Puente Genil?

- Sí cariño, y cuando eras muy pequeñita, pasábamos la abuela y yo muchas tardes contigo viendo los trenes pasar allá abajo en la estación, y reías sin descanso cuando oías aquellas viejas máquinas de vapor que silbaban a lo lejos

- eso es -



"Miro adentro, absorta y ebria de silencio, un viento escarlata azota el rostro de humo que me acontece, un tren obscuro arrastrado hacia el ocaso descarrila en mi memoria, sobre mi cabeza, arrojando contra el rastro de la noche su bóveda de grises, una suerte de salterio, una pregunta, un sol abierto en los abismos, un camino de cal entre raíles paralelos.. Huyo… Hacia afuera…Ya llego aquí…¡¡Ya estoy llegando!!.. Una Babel de palabras trepa sin descanso hacia el presente, entre acentos, circunloquios y promesas, diletantes todos – huellas en la tierra al fin hechas palabra - la caducidad de las horas imprime poder al tiempo que me arrolla y que me arroja sin piedad bajo las ruedas de la vida."



El día de mi primera comunión, luciendo un vestido prestado porque la riada del mes anterior se había llevado de casa de la modista la tela que mi madre con tanto esmero había escogido del “ditero” que las vendía puerta a puerta y que seguiría pagando a plazos durante todo el verano. Las “trabitas” de colores con la medalla de San Blas que lucíamos colgadas del cuello con la ilusión de que nos corretearan por la calle Real para quitárnoslas, el primer paseo con aquel “noviete” del colegio a escondidas, cogidos de la mano junto a la tapia de las escuelas, con la esperanza, de que nuestro sonrojo pasara desapercibido en la obscuridad de la noche, las fiestas de San Pedro justo después de acabar el colegio en junio, la ausencia de papá destacado en el túnel de Gobantes mientras terminaban las obras del pantano que sepultaría las orillas del río Guadalhorce para siempre. La carbonilla del túnel de las Mellizas que se colaba por las ventanas abiertas del “catalán”, ya casi de madrugada, cuando volvíamos cualquier domingo de agosto de pasar el día en las playas de Carvajal. El día que fuimos a robar hojas de morera al depósito de máquinas y rompimos la valla blanca que cercaba el jardín, los caracoles que salíamos a buscar en abril las tardes de lluvia junto a las cunetas de la vía y que luego papá cocinaba como si fuera un día de fiesta. Las tardes dormitando entre los trigales bajo las sombras de las nubes blancas que pasaban arrastradas por la brisa creando figuras caprichosas que inspiraban la imaginación. El maestro de matemáticas que se empeñaba en explicarnos las ecuaciones de primer grado mientras nos tirábamos a hurtadillas bolitas de papel por debajo de los pupitres aguantándonos la risa, los paseos solitarios inventando historias de piratas y bandoleros mientras blandíamos en la mano un trabuco de juguete que papá ganó en alguna tómbola de la última feria de septiembre. Las oraciones inacabadas por la noche, ya vencidos por el cansancio, mientras mamá junto a la cama nos arropaba con sus brazos y nos cantaba en susurros aquellas tonadillas de su infancia. Los cuentos que el abuelo nos relataba por las tardes en el patio fresco, sonriendo con picardía al ver nuestros ojos asombrados por las historias inventadas que él decía conocer por ciertas, la primera novela de Agatha Christie que me regaló, desgastada de sus manos, cuando apenas contaba diez años y que me hizo una, por siempre, devoradora de letras. Aquel día de noviembre, cuando murió el dictador, que los críos celebramos encantados por los inesperados días de vacaciones en el colegio. El llanto de mamá, porque allí en el pueblo no había futuro, y que un día cualesquiera me dejó ir en el tren para no verme más, cada noche, durmiendo a su lado. El miedo de aquella tarde de febrero en el puerto de Málaga cuando Tejero ocupó el Congreso y pensábamos que los ficheros de los afiliados al sindicato caerían en malas manos. La aversión de la abuela a nuestras encendidas charlas de política “porque a las mujeres les rapaban la cabeza y les daban aceite de ricino”, la carne de membrillo que preparaba en su cocina sin lavadora y que luego conservaba durante años en aquellas latas con ilustraciones de santos, perrillos falderos y estampas flamencas…



Tantas y tantos recuerdos me atropellan sin remedio.



"Y me pregunto, junto al cristal húmedo de la noche, si los silbatos de antaño volverán en octubre, transidos de otoño, envueltos en lluvia, junto a las piedras de aquel camino de hierro de mi memoria, junto al milagro de la alegría de mi infancia entre raíles…"



- ¿Abuelo, cómo fue que acabaste siendo ferroviario?

- Cariño, tú sabes que mi hermano Antonio murió de hambre y de enfermedad en el sitio de Valencia, y mi primo Juan, el de San Roque, desde siempre me había dicho que ese hambre siempre pasa por delante la puerta de los ferroviarios, pero que no entra nunca…



O casi nunca..

-eso es-







Premio a la Fidelidad que la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles otorga a Don José García Benítez con medalla de bronce en atención a los méritos contraídos durante sus cuarenta y cinco años de vida ferroviaria;



En Madrid, octubre de 1968.

El Director General de La Renfe





Hoy se apagó esa luz, que un siglo atrás, viniera a fundar esto que soy, y para traer al presente, aquello que fuimos.



La voz monótona de la megafonía del tren anuncia que llegaremos en unos minutos a la siguiente parada y añade, con amabilidad, que revisemos nuestros objetos personales, giro la cabeza en derredor y la mirada del desconocido me traspasa como si fuera transparente para quedar fija en el reflejo de la luz del vagón contra los cristales, la noche ha convertido el convoy en una serpiente luminosa que atraviesa el paisaje, los diálogos apagados de la película que están proyectando emerge de los auriculares de los pasajeros y se mezcla con el sonido de los equipajes de aquellos, que como yo, se disponen a bajar en la próxima estación.



La vieja estación, la de siempre, la del regreso, adonde papá volverá una vez más para buscarme con su viejo coche mientras conduce ya sin esa seguridad de antaño, sin esa gallardía que la vejez oculta a los ojos de aquellos que no saben poner luz a sus recuerdos…



Abuelo….



Cuando lleguemos a casa ya no estarás esperándome, tranquilo y sonriendo, mientras me observas en silencio con tu mirada azul llena de orgullo.



Ya no podré abrazarte, ni aún, podré besar tu frente ancha…



¿Sabes? Nunca supe hasta hoy cuán feliz fui entre aquellos caminos de hierro de mi infancia que tú trazaste para mí.



Y con este pequeño gesto de la memoria, quiero darte aquí y ahora las gracias.



Mi querido abuelo ferroviario.


IMa_ 



 











No hay comentarios: