El Viajero de las Estrellas



El hombre-viajero se desperezaba con parsimonia entre las dunas, la fría noche iba dando paso poco a poco al rutilante fulgor ambarino de aquel amanecer que se estremecía lentamente allá en el horizonte, y supo, de la forma en que los hombres-viajero saben, que el nuevo día estaba presto para ser vivido.

 
No importaba la bruma que la noche anterior impreganaba el manto estrellado del cielo, o el rumor obscuro que las sombras dibujaban entre las arenas carentes de vida, incluso carecía de valor el halo semioculto de la luna que con tanta cordura le habló de soledad y de silencio.

 
El hombre-viajero acarició la guitarra que parecía dormitar junto a unos restos hundidos en la arena en algún momento lejano en el tiempo, su pátina brillante reflejaba a intervalos la luz del sol descomponiéndola y le infundía la ilusión de que un arcoiris andaba de visita por aquellas dunas infinitas del color del albero.

 
Comprobó con fascinación cómo unos escarabajos desenterraban sus diminutos cuerpos con los primeros rayos de sol y se prestaban a conseguir alimento para el desayuno y de cómo unas pequeñas lagartijas, que habitaban por allí, corrían juntas y en fila impoluta con los ojos brillantes deseo en pos de hormigas anaranjadas que en su huída se perdían en la arena blanda.

 
Algunas matas de esparto se mecían verdes y parduscas a merced de una leve brisa que se paseaba ronroneando entre la insondable parsimonia de aquel desierto interminable, frío y calor se mezclaban para dar al aire la sazón exacta que proclamaba aromas entre los reflejos ondulantes de las pistas que el día anterior le habían conducido hasta aquel lugar.

 
En ese día y a esa hora, no se divisaba rastro alguno del paso de los hombres por aquel lugar recóndito y perdido, no se oía en el silencio más que el bufar lejano de las manadas de camellos que algún pastor imposible guiaba en pos de algún oasis que les aliviara esa vieja sed, malamente disimulada, que les perseguía a través de los tiempos con la única intención de atarlos eternamente a la vida.

El hombre-viajero sonrió, con la guitarra entre sus brazos, junto a su corazón, no tuvo noción del tiempo que llevaba esperando aquel amanecer, pues el desierto, como un ser inmortal, se dibujaba a esas horas fuera del tiempo y del espacio, sin relación alguna con nada que fuese ajeno a él y a toda vida en él contenida….

 
Como en una suerte de sortilegio, esbozó lentamente una melodía que se acompasó a la música del silencio circundante, hablaba de las estrellas que le vieron nacer, allá por el universo lejano que sólo la luz visita en su correr incesante de siglos, y de los soles que alumbran paraísos perdidos en el espacio-tiempo de las edades que son…

 
Las visiones de la mujer-estrella-fugaz que ayer le oprimían el corazón, estaban ahora lejos, como envueltas en un velo tupido y fuera de la realidad. Las dunas en la distancia, a la luz del sol ya alto en el horizonte, perfilaban en derredor un sinfín de olas de arena brillantes e interminables que le producian serenidad en el alma.

 
Y se supo…. Se supo suyo y único, se supo formando parte de toda aquella maravilla que alguna mano genial había pintado componiendo aquel cuadro incorpóreo de salvaje belleza.

 
Ahora no quiso sentirse parte de aquel sueño triste de la noche anterior, ahora sólo quiso ser el mensajero de aquella melodía que, allende las estrellas, esparcía al aire la música de las esferas, esa que sorprende a los viajeros incautos, que por aquel lugar, y de vez en cuando, aparecían de no se sabe dónde…

 
Era un día memorable, era un día más, como tantos y tantos seguirán siendo en aquel mar de arena infinita que roba los corazones de los que se atreven a horadar los misterios de aquellas dunas tornasoladas que dibujan sombras sobre el horizonte, allá lejor, muy lejos…. más allá de las edades del tiempo.


IMa_



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